jueves, 10 de mayo de 2012


Patricio Valdés Marín



La estructuración sociopolítica superior es hasta ahora la democracia. Esta es el reconocimiento de que todos los individuos que componen la sociedad civil son sujetos de los mismos derechos humanos fundamentales, pues poseen finalidades propias que la trascienden. La función del Estado democrático es representar y promover la voluntad de la mayoría en concordancia con el bien común y respetando los derechos de la minoría.


El surgimiento de la democracia moderna


El gran mérito de la democracia como sistema político es que se sustenta fundamentalmente en el reconocimiento social del derecho que tiene toda persona a la vida y a la libertad. De estos dos derechos humanos provienen todos los demás derechos y obligaciones. Se reconoce también que el poder del Estado para promoverlos y defenderlos, que es su principal objetivo, le es concedido por la autoridad del pueblo. La necesidad de proteger la libertad personal de cada individuo que persigue su propio interés del arbitrio de un Estado poderoso generó una institucionalidad política por la cual al Estado moderno se le definió el objetivo de resguardar y defender los derechos humanos y civiles de cada individuo.

Sin embargo, la democracia moderna, por ser hija del individualismo, lleva un pecado de origen que resultaría de gran ayuda para la humanidad llegar a redimir. Desde el punto de vista de la solidaridad y la cooperación, resulta negativo que el interés de cada individuo se le considere como exclusivo. Además, por la influencia del empirismo de Hobbes y Locke, se ha entendido que un individuo está desvinculado del interés de otros individuos, puesto que se trata de su propia felicidad, o en términos contemporáneos, desde el psicólogo austriaco Alfred Adler (1870-1937), entre otros, de su propia ‘realización personal’. En consecuencia, los conceptos de individuo y su propia finalidad son los que están en juego.

La democracia moderna surgió tras dos revoluciones: la estadounidense, en 1776, y la francesa, en 1789. Se concretaban de este modo los anhelos evangélicos de libertad, igualdad y fraternidad, atesorados por casi 1800 años desde la prédica de Jesús de Nazaret y repudiados por la nobleza y el alto clero (la Iglesia es una institución monárquica) que optaban por el origen divino de la autoridad política. A diferencia de cualquier otro régimen político, en una democracia el Estado está en función o al servicio de los individuos y sus derechos. En cambio, La Revolución rusa de 1917 puso al individuo al servicio del Estado. Este totalitarismo puede ser comprensible, pues su fundamento no fue el Evangelio, sino que Karl Marx (1818-1883), probablemente como judío, poseía la tradición de una entidad suprema que obtenía su gloria en tanto su pueblo se le sometía incondicionalmente. Distinto es el Dios del Evangelio que aparece como misericordioso y salvador.

La instauración de la democracia supuso una verdadera revolución política, pues se tuvo que confrontar tanto a los privilegios de la nobleza y el alto clero como al poder del soberano que había llegado a ser absoluto. Pero este surgimiento, que ocurrió después que los privilegios y abusos alcanzaran niveles insostenibles, no significó cambios muy profundos. Había ya en la cultura occidental valores que habían sido largamente atesorados y que favorecían las nuevas relaciones que se estaban estableciendo entre los individuos y entre éstos y el Estado. Fue como si la democracia fuera la forma de régimen político que mejor se adaptaba a aquellos valores de la Ilustración. Fue como si, en realidad, en la cultura occidental los valores democráticos hubieran estado siempre presentes. Fue como si la democracia hubiera venido como anillo al dedo de la cultura occidental. Los cambios sociales que se produjeron a raíz del cambio político fueron naturales al ethos de la cultura occidental.

Desde su inicio la cultura occidental ha valorado, por una parte, una actitud por la cual cada individuo se consideraba con los mismos derechos fundamentales que cualquier otro, incluido el papa y el empera­dor, quienes se diferenciaban sólo por una unción de un cierto carácter divino. Por la otra, ha existido una conciencia generalizada que considera que la autoridad proviene de alguna manera de la voluntad de la gente –vox populi, vox Dei–, aunque el poder establecido, para autojustificarse, diera largas explicaciones teológicas y filosóficas de un orden jerárquico para representar la voluntad que proviene de Dios en materias de la autoridad política. Estas creencias de la cultura occidental se caracterizan porque se cree que la autoridad está al servicio del interés de cada uno y porque los individuos tienden a ser individualistas, a respetar lo que convienen, a buscar por sí mismos y libremente su propio quehacer, a liberarse de poderes coercitivos, en definitiva, a considerarse hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, y que la muerte iguala.

Estas valoraciones culturales provenían de dos de las vertientes que han conformado la cultura occidental. La primera, que es originaria de la cuna de los pueblos indoeuropeos nómades, en el Cáucaso, fue la base para una actitud individualista, y surgió históricamente cuando el caballo y el hierro llegaron a constituir los instrumentos del poder individual. Cada individuo tenía la posibilidad a mano de poseer un caballo y una espada. Este poder armado era, en una época en que se desconocía otra tecnología mejor, el máximo posible. Todo individuo era, por lo tanto, un poder en sí mismo. Cualquier príncipe guerrero debía definir previamente con sus seguidores al enemigo y convenir la forma de repartir los beneficios que resultaran de la guerra, como si ésta fuera una empresa comercial, y el tiempo que duraría esta aventura. Así, el poder del príncipe provenía del poder individual de sus guerreros organizados militarmente. Un príncipe resultaba ser sólo un primus inter pares, lo que representaba una diferencia completa de los reyes-dioses de los poderosos pueblos agricultores, como los egipcios y los mesopotámicos.

La segunda vertiente de la democracia moderna proviene de una maduración anticlerical y antiplatónica del evangelio de Jesús tras comprender 1º que los seres humanos somos todos iguales ante Dios, nuestro padre; 2º que tenemos finalidades propias que son decisivas para una existencia transcendente y que, por tanto, están más allá de las finalidades fundamentales del Estado, y 3º, pero no menor, que debemos amar a nuestro prójimo. Por el contrario, se ha llegado a concebir que la autoridad política tenga por función la promoción y defensa de los derechos humanos. Tanto el derecho a la vida como el derecho a la libertad han surgido de una profunda conciencia evangélica, no siendo así el derecho a la propiedad. Más bien, este último derecho fue impuesto por la burguesía de los siglos posteriores al medioevo, la misma que terminó por dar origen a la democracia moderna.

Pero la instauración de la democracia moderna requería de ciertas condiciones culturales, sociológicas y tecnológicas que actuaran como sus subestructuras. Estas fueron generadas principalmente por el gran desarrollo tecnológico que ha experimentado nuestra época a partir de la Revolución industrial, y que produce no tanto una división del trabajo como una multiplicidad de especializaciones profesionales, junto con una mayor movilidad social y migraciones de distintas gentes a diferentes lugares. Todo ello concentra en un mismo territorio una variedad muy grande de grupos sociales y culturales distintos y con intereses diversos.

De este modo, las sociedades contemporáneas tienden a ser muy heterogéneas. Sus unidades discretas son individuos con características culturales, religiosas y étnicas muy diferentes. Las sociedades modernas son sociológicamente plurales y no admiten cernidores inquisitoriales. La convivencia pluralista exige una gran capacidad de tolerancia, respeto mutuo, solidaridad y claudicación a los respectivos privilegios de clase. Las leyes pluralistas recogen las normas éticas más generales, aquellas que hacen posible la convivencia democrática, pero se hacen más complejas por la heterogeneidad de las partes que componen la sociedad. Pasó la época en que la autoridad podía exigir un determinado comportamiento ético con el objeto de conseguir una convivencia pacífica, y que el conjunto de la población acataba sin discusión.

Asimismo, la enorme diversidad de una estructura social moderna, junto con una educación masiva, se encuentra más a tono con una estructura política de carácter democrático, pues dicha estructura social ya ofrece mayor resistencia a ser manipulada por los intereses particulares de algún grupo determinado, sea éste religioso, económico o social. El pluralismo en su seno, que ha venido incrementando en el curso del siglo XX, demanda que entre el Estado y el individuo no exista ninguna institución mediadora, y que absolutamente todos los individuos tengan al Estado como contraparte.


La democracia en el tiempo


Los totalitarismos marcaron la historia de buena parte del siglo XX. Sin embargo, los pronósticos de autores que vivieron en aquella época, como Aldous Huxley en Mundo feliz, y George Orwell en Animal Farm y 1984, no se han cumplido porque la estructuración no es reduccionista, sino que salta a escalas mayores, siendo la democracia, por ejemplo, un sistema político de escala mayor que no solo engloba y transforma instituciones sociopolíticas anteriores y más simples, sino que principalmente relaciona a la perfección las dos subsestructuras sociopolíticas esenciales: la sociedad civil y el Estado, la libertad individual y el poder coercitivo político.

No es impensable que en un futuro la estructuración socio-política salte a otra escala al adquirir conciencia de la indefensión y de las necesidades de los marginados y desvalidos de la sociedad, o de una mayor conciencia acerca del valor único y múltiple que tiene la persona, o de la inicua e hipócrita explotación que sufre el trabajo de manos del capital privado.

En el curso de la historia la conciencia acerca de la dignidad de las personas y la dependencia de causas externas de la acción intencional ha ido en aumento. Esto se puede observar, por ejemplo, en la humanización que han sufrido las penas judiciales. La conciencia social de los derechos humanos ha tendido a establecer funciones para el Estado que trascienden la mera promoción de la paz y el orden. El respeto a que obligan dichos derechos ha ido cuestionando muchos privilegios que se suponían hasta ahora que eran naturales. Del mismo modo como la crianza de los menores y el cuidado de los ancianos y enfermos es una conducta corriente de los seres humanos, tal vez la sociedad logre algún día adquirir la función de cuidar a los incapacitados y minusválidos como algo natural y llegue a horrorizarse como algo bárbaro la presencia de mendigos humillándose para sobrevivir de los desechos en los basurales.

En una perspectiva de largo plazo, podríamos suponer que la democracia no es la máxima estructuración política posible. Otras fallas estructurales que admitirían soluciones en otra escala son, por ejemplo, hacia afuera, el antagonismo latente entre naciones-Estados, y hacia adentro, la dificultad de estructurar instituciones democráticas más eficientes cuando el origen es el consenso negociado entre partes políticas con poco sentido democrático, como la burguesía capitalista contemporánea y su desmesurado poder económico.

Probablemente, muchas fallas estructurales provienen de tener que incorporar subestructuras que son muy funcionales para otras situaciones políticas. Ejemplo trágico de esto son las instituciones armadas. Su inherente verticalidad del mando y no-deliberación, que son cualidades indispensables en el campo de batalla, genera valores y comportamientos ciertamente muy poco democráticos. Los militares, cuando actúan como grupo de poder político en el seno de una democracia, atentan en su contra. Tampoco otras actividades, como la industria y el comercio, son democráticas, no pueden serlo, pero los individuos que trabajan allí actúan en forma absolutamente democrática en la sociedad civil.

La democracia moderna es una estructuración sociopolítica muy reciente en la historia de la humanidad y constituyó una verdadera revolución política. Según la definió Abraham Lincoln, la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo. Los súbdi­tos, sujetos pasivos y dependientes de la voluntad real, se transformaron en ciudadanos y activos detentores del poder políti­co. La ley ya no sirvió para formular caprichos de gobernantes y obligaciones de gobernados, sino que para ordenar jurídicamente los derechos y deberes de los individuos y las funciones y deberes del Estado. La función del Estado ya no estuvo dirigida, como pretendió Platón, a imponer normas de conducta y condiciones a los individuos, en el supuesto de que serían más virtuosos, sino que para permitir su mayor acción libre posible, en el supuesto de que a cada cual le compete decidir cómo ser más feliz y como formular su propio proyecto de vida, pues ninguna autoridad es considerada tan respetable que pudiera indicar el camino de la felicidad y del quehacer.

La democracia moderna había comenzado a emerger en Inglaterra con la Revolución Gloriosa de 1688, a partir de las aspiraciones de la crecientemente poderosa burguesía frente a una monarquía que desde la Carta Magna, de 1215, estaba restringida en su poder. Su comienzo fue lento y tortuoso en Europa y América y, dependiendo del país, tuvo que pasar por monarquías absolutas, déspotas ilustrados, monarquías constitucionales, repúblicas oligárquicas, Estados corporativistas nacionalistas y comunistas, hasta alcanzar situaciones más políticamente liberales, según el ejemplo de experiencias foráneas y el desarrollo de un pensamiento político democrático. Su base surgió por la concertación de individuos pertenecientes a numerosos grupos distintos, en su mayor parte urbanos, que exigieron ser atendidos en sus derechos naturales por el Estado. Puesto que los grupos eran heterogéneos, la vinculación entre la estructura social y la política no se hizo a través de agrupaciones de individuos, sino que se hizo mediante los mismos individuos. Por una parte, éstos lograron adquirir una identidad con esta organización de escala mayor denominada nación-Estado y, por la otra, pudieron asociarse libremente en agrupaciones autónomas que no competían con las funciones propias del Estado, sino para asumir funciones subsidiarias.

La democracia moderna es algo diferente de aquélla que nació con la Revolución norteamericana de 1776, pero que instituyó el modelo. Ésta fue la creación de agricultores independientes y autónomos, con una negativa experiencia de intolerancia religiosa y sometimiento al autoritarismo arbitrario propio del feudalismo, quienes, al calor de la lucha por la independencia, adquirieron un fuerte sentido de la libertad y la individualidad. Ellos deseaban liberarse de una vez para siempre del poder de una nobleza privilegiada y de una Iglesia intolerante y autoritaria, y establecer una democracia popular. Sin embargo, una vez enfriados los ánimos, la Asamblea Constituyente forjó un sistema de equilibrios y frenos que resolvió el conflicto entre el deseo de la mayoría y los derechos naturales del individuo. Además, aquélla consideró como uno de los principales derechos naturales e inalienables el derecho de propiedad. El resultado de esta decisión fue que estableció una sólida democracia, pero de corte completamente burgués. El pensamiento de Locke era entonces muy fuerte.

La democracia no fue sólo una reacción contra el privilegio y el autoritarismo. Por el camino trazado por Rousseau, ella surgió principalmente por el deseo de afirmación individual y de autodeterminación más plena. Esta loable aspiración significó, no obstante, la anulación de cualquier identidad individual heredada que permitía el desempeño de roles determinados y la posesión de derechos y deberes particulares. En consecuencia, se hizo natural en la conducta de los individuos que vivían en democracia la búsqueda incesante de un status en el que pudieran encontrar una identidad propia. Además, si el status dependía de la condición económica y si esta condición era accesible a cualquiera que se esforzara lo suficiente, y recíprocamente si se perdiera ante un fracaso, los individuos se caracterizarían por ser competitivos y exitistas y por asumir mandatos psicológicos de realizaciones personales.


La fragilidad de la democracia


A pesar de que una democracia resulta ser más eficiente para los objetivos de asegurar la paz y el orden social, de garantizar los derechos humanos y de promover el bien común de la sociedad civil, no es un régimen político completamente estable. Una democracia es un caso de estructuración muy compleja, en la que intervienen una multiplicidad de fuerzas aplicadas muy sutilmente, tales como el respeto por los derechos de todos, el reconocimiento de la igualdad de todos los individuos ante la ley, el valor dado a la libertad individual, el que surgió como una condición imprescindible para la realización personal.

Pero una fuerza poderosa puede destruir una democracia de la misma manera como un martillazo puede hacer añicos un delicado y costoso reloj. Además, la estructura política tiende a corromperse, a acumular vicios, a estructurar clases políticas y hasta impenetrables camarillas de poder, semejantes a las mafias. La estructura social tiende a dividirse en grupos sociales antagónicos, intolerantes, que buscan el privilegio, principalmente a causa del incontrolable poder que ejerce el capital en una economía capitalista. Si las instituciones democráticas se vuelven incapa­ces para parar los agentes corrosivos, se produce la anarquía. Por ello, no es infrecuente el ascenso de dictaduras, apoyadas en el poder militar, más o menos autoritarias, que supuestamente intentan solucionar los problemas generados, empleando mayor fuerza, que viene de la mano con la arbitrariedad. Las condicio­nes para que se produzca un golpe de Estado se hacen favorables cuando los distintos grupos se polarizan frentes a desequilibrios producidos por una concentración del poder en minorías combativas. Ello significa la ruptura de las reglas del juego democrático. Ello no significa una síntesis que solucione las contradicciones que se habían generado, sino el fortalecimiento del grupo social que sustentó el golpe.

Pareciera que la alternancia en el poder de gobiernos electos por sufragio universal y dictadores es una característica de la actual estructuración social, la que alberga en su seno no sólo grupos antagónicos que caen en la tentación de dirimir sus controversias al margen de las normas constitucionales, sino también cobija ideologías autoritarias que suponen que las decisiones tomadas en forma democrática no son las mejores, e ideologías clasistas que pretenden que únicamente las elites son capaces de gobernar. El origen puede deberse a una tradición cultural con escaso sentido del valor de la libertad individual y de respeto a los derechos civiles y, por el contrario, con fuerte raigambre autoritaria y clasista.

Las dictaduras son, sin embargo, intrínsecamente inestables cuando existe una tradición democrática. Representan a minorías en sociedades altamente estructuradas y complejas. La represión que necesitan ejercer para mantenerse en un poder que no nace de una mayoría concertada las va desgastando rápidamente, y las metas propuestas no logran concitar el entusiasmo de las mayorías. Si bien el beneficio social de una dictadura podría ser el superar un eventual conflicto que pudiera desembocar en una guerra civil, normalmente la ilimitada codicia y la irrefrenable vanidad de quienes se hacen con el poder incontrarrestable neutraliza el posible beneficio. El experimentado político Winston Churchill (1874-1965) fue el autor de la muy conocida frase: “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. El peor daño que hace una dictadura no es únicamente la suspensión temporal del ejercicio democrático, sino que es destruir el complejo entramado de confianza y responsabilidad que posibilita la convivencia democrática.

Las democracias que están surgiendo con cada vez mayor fuerza después de la Segunda Guerra Mundial ocurren en países que se están industrializando. Sus antiguas estructuras sociales, basadas en la agricultura, se están urbanizando, lo que genera transformación y diversificación, haciéndose cada vez más pluralistas en sus culturas. Pertenece, por tanto, a una escala superior la estructuración política que está surgiendo de la estructuración social contemporánea.

En la democracia, en la medida que la población participante en su estructura sociopolítica aumenta, el poder político relativo del individuo disminuye a una insignificancia imposible de imaginar en una sociedad tribal, pero que no necesita ser virtualmente ejercido si éste es plenamente respetado en sus derechos fundamentales. Además, la funcionalidad individual se ve levemente intervenida por un Estado democrático, en comparación con la intervención en su libertad de la omnipresente tribu o de un Estado totalitario. Las diferencias entre la democracia y la tribu son muchas, pero la democracia tiene entre sus objetivos más importantes recuperar la solidaridad y cooperación propias de la tribu para conseguir el bien común.


La fuerza de la democracia


La democracia es un régimen político que pertenece a una escala superior de la estructuración sociopolítica, pues su existencia reconoce que los individuos poseen objetivos que le son propios y que trascienden la estructuración sociopolítica, cuya escala fundamental es la tribu. En la tribu, en cambio, el individuo es asumido por entero dentro de su ámbito, siendo su propia identidad subsumida por un todo socio-político que es totalmente invasivo de la personalidad individual. De este punto de vista, los totalitarismos del siglo XX no fueron más que buscar construir una gran tribu e identificarla con la nación.

A diferencia de la tribu, en la democracia sólo aquella parte de la persona que se relaciona con el bien común y la convivencia social entra a formar parte de la estructuración sociopolítica, al tiempo que ella le reconoce funciones que le son ajenas, pero muy propias a cada persona en particular, como es la plena libertad de pensamiento, creencia y expresión, y también, como afirma la tradición empirista y positivista, la búsqueda de la propia felicidad, corrientemente entendida por dicha tradición como una satisfacción placentera de necesidades. El concepto “individuo” debe ser entendido entonces como aquella parte de la persona que integra la sociedad civil y se relaciona con el Estado, mientras el Estado reconoce que tras el individuo existe una persona que lo trasciende.

También la existencia de la democracia demanda la participación activa y responsable de las personas de la sociedad civil. No basta con imponer formalmente un régimen democrático, establecer su institucionalidad y luego esperar que funcione de modo automático. Para que una democracia funcione, entre las condiciones estructurales indispensables se debe mencionar principalmente una responsabilidad cívica que entiende que el ejercicio de los derechos es recíproco al de las obligaciones. Una democracia requiere que exista la convicción generalizada en los individuos de tanto ejercer libremente sus derechos para perseguir sus propios objetivos como respetar los derechos de los demás.

Lo anterior se puede explicar mejor con la idea de que el estado de derecho no se identifica con la democracia, aunque a ésta le conviene su existencia. El primero tiene por finalidad la paz y el orden, pero no asegura necesariamente la libertad individual. En el fondo se trata de la diferencia entre el derecho a libertades que asegura el estado de derecho y el derecho a la libertad que es el objetivo de la democracia.

Una democracia es el resultado de una necesidad que se manifiesta en las conciencias de las personas de anteponer el interés colectivo al interés individual y, al mismo tiempo, de tener la necesidad de buscar libremente su propio destino con independencia de cualquier otro poder coercitivo, pero con un absoluto respeto de los derechos ajenos. Es una especie de sutil mezcla de solidaridad y cooperación con individualismo. En cierto sentido Platón tuvo razón al creer que una buena sociedad se consigue cuando los individuos son virtuosos y poseen areté.

Para que se pueda estructurar una democracia, es necesario que los individuos tengan conciencia tanto de su propia identidad, distinta de la sociedad y con una finalidad propia, como de formar parte de la sociedad y compartir sus objetivos en torno al bien común. Sólo así, un individuo, al autodeterminarse libremente, puede hacerlo en función del bien común. Puesto que el ejercicio de una democracia real (no formal) depende de la virtud de los ciudadanos, no es cosa de establecer en cualquier parte de la Tierra un régimen democrático. El voluntarismo tras ese objetivo usualmente conduce tal intento al fracaso.

El objetivo de una democracia puede ser visto semejante al de la santidad. En ambos casos dicho objetivo es muy difícil de alcanzar, no obstante ser una finalidad no sólo válida, sino estimable y deseable. Tal como la santidad, que se basa en la libertad personal, la democracia se basa en la libertad de las personas. Si la santidad es una virtud personal, la democracia es una virtud de la colectividad. De modo que tal como una persona puede pecar y renunciar a la santidad en pos de poder o placer, una colectividad puede deslumbrarse ante un caudillo demagogo y renunciar a las libertades y los derechos en pos del brillo de falsas promesas.

El reconocimiento de que los individuos son personas y tienen consecuentemente objetivos anteriores a la constitución de la estructura sociopolítica contradice la práctica del realpolitik auspiciada por ideologías políticas que suponen que el Estado tiene finalidades propias, ajenas de la de los individuos y superiores a la de éstos, como si los individuos no fueran personas. Así, aunque entre sus objetivos esté la seguridad nacional e incluso su propia preservación, no puede un Estado democrático violar los derechos de las personas, pues éste está justamente para asegurarlos. Sólo en situaciones excepcionales, como desastres naturales o guerras, cuando es posible que surja la anarquía y la desprotección, el Estado puede suspender o limitar ciertos derechos. Una doctrina de seguridad nacional es contraria a la práctica democrática.

El reconocimiento por parte del Estado de la dignidad de todas las personas sin excepción tiene múltiples implicancias. A pesar de que sin paz ni orden no hay nación, significa que la promoción y defensa de los derechos humanos, que son fundamentales e inalienables, es la función primaria del Estado y está incluso antes que asegurar la paz y el orden. Significa que el poder político debe servir a los intereses del pueblo y el estado de derecho debe garantizar el respeto de los derechos individuales. También significa que la acción política, que debe responder a la voluntad de la mayoría, no es la consecución de una verdad, sino que de condiciones que posibiliten el bien común según la voluntad de la mayoría, pero respetando simultáneamente los derechos de todos sin excepción.

Una democracia que contenga en su seno una pluralidad ideológica y sociológica, como es el caso habitual, requiere que los individuos reconozcan tanto los derechos individuales de todos como la existencia del bien común. El bien común, en tanto objetivo propio de la sociedad civil, es la razón de ser del Estado. Además, éste trasciende la multiplicidad de intereses particulares tanto de cada individuo como de cada grupo ideológico y social.

Tanto la estructura social como la política, que son las unidades discretas de la estructura sociopolítica, no son ajenas entre sí ni están en una relación de subordinación de una por la otra, una en la calidad de dominante y la otra en la de sometida. Por el contrario, las unidades discretas que componen la sociedad civil, esto es, las personas individuales en tanto ciudadanos, son las mismas que componen el Estado. En consecuencia, la autoridad del gobernante de una democracia no proviene de Dios, de la fuerza, ni de una casta, llámese militar, clerical, burguesa o proletaria, por la cual puede sustentar una estructura política autónoma y distinta de la estructura social. El gobernante es un representante electo de los ciudadanos, quienes por este acto no le transfieren su autoridad, sino que le entregan un mandato para gobernar. Tal mandato no representa un honor ni un privilegio, sino una obligación para servir, y el gobernante libremente la asume, como una vocación de servicio.

Podríamos decir que la democracia es el sistema político que encarna los ideales más queridos tanto del republicanismo como del liberalismo y el socialismo. El otro llamado en el ideario de la Revolución francesa, la fraternidad, lamentablemente se encarna con mayor facilidad en los regímenes totalitarios y nacionalistas.

La democracia es en sí un régimen político, pero, considerando que este tipo de estructura posee funciones económicas, no está desvinculada del régimen económico que ésta adopte. De este modo, se puede hablar de social democracia, democracia liberal o burguesa, democracia popular y democracia neoliberal. En todos estos casos el establecimiento de una verdadera democracia queda limitado por los condicionamientos ideológicos del régimen económico adoptado. En una democracia liberal o neoliberal las libertades políticas sufren desmedro a causa de las libertades económicas. En una social democracia, las libertades económicas sufren desmedro a causa de la acción estatal. Es como si la democracia debiera vender su alma al diablo de la economía para lograr tener éxito.

Un seguidor del liberalismo económico pudiera entender que el egoísmo que supone el libre mercado debería estar presente en el régimen democrático. Pensaría que si el Estado tuviera como única función el permitir la libre prosecución del interés individual y sólo regulara los deberes de cada cual, con énfasis puesto en el derecho de propiedad, el interés colectivo surgiría espontáneamente. Sin duda, dicha persona deberá omitir que los seres humanos somos más que individuos con necesidades insatisfechas.

La libertad individual es ambivalente en la perspectiva de la democracia y de la república. No interesa tanto a una democracia la libertad “para”, como sí le interesa a la economía neoliberal de libre mercado. Este tipo de economía supone que el individuo productor-consumidor debe ser libre en el mercado para poder vender y comprar. Para la democracia republicada, en cambio, es importante que el individuo sea libre “de”, es decir, que no esté coercionado por poderes políticos y pueda autodeterminarse libremente. En este sentido, la coacción ejercida por la publicidad para inducir a un individuo en un cierto comportamiento en el mercado no es democrática.


La esencia de la democracia


En esta estructuración sociopolítica de escala superior que es la democracia se reúnen estructuras o condiciones evidentemente necesarias y que podríamos enumerar como sigue:
1. El poder político pertenece al pueblo que está constituido por personas libres y no atañe a soberanos que lo posee supuestamente por derecho divino.
2. El poder se utiliza para asegurar los derechos tanto naturales como positivos de las personas y está al servicio del pueblo en vez de una minoría.
3. El Estado no se inmiscuye ni en la moral ni en la ética, ni tampoco guía la acción de los individuos, sino que establece condiciones estructurales para que la persona pueda actuar libremente para ella determinarse a sí misma y formular su proyecto de vida.
4. Persigue la igualdad política y jurídica de los ciudadanos.
5. Reconoce la dignidad de todas las personas.
6. Considera la capacidad que cada persona tiene para autodeterminarse.
7. Confiesa la igualdad natural, no sobre bases religiosas, étnicas, de género, estructurales o funcionales, sino según finalidades existenciales de autodeterminación, propias de la persona.
8. No tiene por finalidad el interés de algún grupo, ni siquiera de la mayoría gobernante, sino que el interés del todo, es decir, del bien común, el “bien público” de Locke o el “interés general” de Rousseau.
9. El Estado es el mismo pueblo en su función de soberano.
10. La soberanía, que reside en el pueblo, es ejercida, en una democracia indirecta, por representantes libremente elegidos que son mandatarios del pueblo y asumen funciones políticas en el Estado.
11. Para ser fiel a la voluntad popular y evitar la concentración del poder, el poder del Estado está dividido según las distintas funciones propiamente suyas.

La democracia se define propiamente como el gobierno de la mayoría. Esta definición entiende primeramente que la sociedad civil se compone de individuos quienes, en su calidad de electores o ciudadanos, tienen todos y cada uno exactamente el mismo valor, esto es, un individuo es igual a un voto, comprendiéndose que todos los individuos poseen la misma dignidad y, por tanto, los mismos derechos y deberes. Todos tienen el mismo derecho y obligación a votar y elegir. Todos tienen la misma obligación de acatar la ley. Cualquier privilegio es rechazado. En segundo lugar, esta definición entiende que una mayoría que acuerda algún tipo de alternativa de proyecto político decide la cuestión. En una democracia representativa esta cuestión se refiere a la elección de un representante de este grupo de individuos para que ejerza el poder para gobernar, legislar o juzgar. En tercer lugar, una minoría puede ser reprimida si atenta contra el bien común expresado por la voluntad mayoritaria. Sin embargo, aunque un individuo pertenezca a una minoría, posee los mismos derechos y deberes que un individuo que pertenece a la mayoría gobernante.

La democracia proviene de proyectar al ámbito público el acuerdo privado entre personas libres quienes, al autodeterminarse, asumen responsablemente el compromiso de convivir en sociedad. Sólo en la democracia es posible que el Estado, que surge del acuerdo público de los individuos, sea plenamente legítimo. Esta legitimidad se obtiene cuando el Estado se constituye según la voluntad de una nación, el gobierno y la legislatura representan la voluntad de la mayoría, los representantes se eligen regularmente y no existen temas o problemas públicos que no puedan ser discutidos y debatidos libre y abiertamente.

La democracia aparece como una estructura política fundada en una estructuración política específica: el gobierno de la mayoría, que es aquel que expresa la voluntad popular. Pero si la mayoría no tiene una clara conciencia democrática, el régimen que ella puede establecer puede ser claramente antidemocrático, como el liderado por un caudillo populista. De este modo, una conciencia democrática significa tanto el respeto a la dignidad personal de los demás como el identificar el bien común con la posibilidad de todos a poder ejercer los derechos humanos fundamentales.

En el gobierno de la mayoría lo que vale es la cantidad de individuos, no la calidad de algún individuo o de algunos individuos en particular. La cantidad está indicando que cada individuo tiene el mismo valor, indistintamente de sus cualidades personales. De las opciones posibles, en una democracia se opta por la más votada. Puede que ésta no sea la mejor o la más beneficiosa para una colectividad, pero es la que libremente ha sido determinada en forma responsable por la mayoría de las personas.

El gobierno de la mayoría ha significado un gran avance de la práctica política en la dirección de la igualdad social, pues supone la igualdad jurídica de todas las personas, al menos de los adultos. Cada cual tiene el mismo valor jurídico que otro, independientemente de su raza, credo o género. Esto supone que cada cual tiene el mismo derecho para perseguir libremente su propio interés. El fundamento de la igualdad jurídica reside en la tradición cristiana de otorgar a cada ser humano la misma dignidad personal en virtud de ser un hijo de Dios. Vale la pena consignar que esta igualdad de dignidad ha sido negada por el Calvinismo que supone que sólo los elegidos han sido predestinados por Dios para salvarse, mientras el resto lo ha sido para condenarse.

Una igualdad jurídica es posible sólo cuando está respaldada al menos por una igualdad de oportunidades. En la actualidad se cree con bastante simpleza que el Estado debiera otorgar las oportunidades igualitarias a todo individuo mediante la misma clase de educación escolar obligatoria y una similar calidad de servicio de salud. Se supone que todos los individuos jóvenes saludables y con similar escolaridad básica tienen las mismas oportunidades en la partida de la larga carrera de sus vidas adultas y depende de cada individuo el relativo éxito o fracaso posterior. La economía liberal, que privilegia el capital privado sobre el trabajo, se encarga de que esto no ocurra. La realidad de la formación y educación de un niño o un joven también se encarga que las oportunidades sean distintas, ya que gran parte de la educación y formación personal depende de la familia, su clase social y sus condiciones materiales y culturales. De esta manera hay educación para formar empresarios y educación para formar sus futuros trabajadores.

Una mayoría política se consigue no porque el interés individual coincide en que es el mismo para todos, ni tampoco porque existe una capacidad para consensuar un denominador común de intereses individuales donde cada uno debe ceder algo para obtener algo, como podría enseñar el liberalismo más extremo. Una mayoría se genera cuando se produce consenso sobre cuál debe ser el interés común de la colectividad. No pueden existir acciones comunes que puedan satisfacer plenamente a cada uno de sus componentes. Todos deben sacrificar parcialmente su propio bienestar en función del bien común.

Pero consensuar el bien común no es una exclusividad de la democracia. Un sistema totalitario también puede perseguir el bien común de la colectividad, como trabajo para todos, defensa, salud, educación, vivienda, etc. Incluso la propaganda puede generar el asentimiento popular acerca de cuál debe ser este bien común. En Mundo feliz de Aldous Huxley existía un condicionamiento psicológico para que cada individuo se sintiera feliz en su función, la que era impuesta por el Estado. En una democracia esa finalidad no está presente, puesto que el objetivo de cualquier condicionamiento está en función del ejercicio de la libertad individual. En consecuencia, el bien común en una democracia tiene como condición la libertad individual. A través de la discusión pública de los ciudadanos libres sobre la cosa pública es posible determinar el bien común. En esta determinación los ciudadanos no sólo ceden intereses preferenciales, sino que buscan solidariamente lo más conveniente para la colectividad. El bien común que en definitiva se persigue, no es la suma mayor de de intereses individuales, sino que es el que la mayoría determina.

La democracia no sólo salvaguarda el derecho a la libertad de los ciudadanos, sino que ella depende de la capacidad de éstos para ejercer la libertad. La libertad no debe ser considerada como la simple facultad para elegir o no elegir, según Hume. Tampoco se trata de elegir una de las alternativas ofrecidas según sus preferencias y posibilidades, como se da en una economía de mercado. Ni siquiera consiste en la capacidad para elegir entre una multiplicidad de medios para obtener un fin deseado, que es lo que todo organismo viviente con sistema nervioso central efectúa permanentemente (el ser humano crea muchas veces los medios). La libertad humana es la capacidad para actuar en el marco de una cierta cosmovisión y un estado de derecho y según la voluntad determinada tras una deliberación racional en vista de una finalidad que, por lo intencional de la acción, adquiere una valoración ética, legal y moral.

La construcción de un estado de derecho democrático no admite ser abreviado, como podría serlo el dictado por una minoría o un caudillo. Las instituciones que se establecen y las normas que se legislan requieren no sólo de mucha sabiduría para que funcionen en el tiempo, sino que deben responder a la voluntad de la mayoría y al derecho de todos. Si la institucionalización de una democracia se efectúa al margen del juego democrático, lo construido se destruye apenas resurge la posibilidad de autodeterminación. Vendría a ser como que una potencia externa estuviera dictando la política. Respecto a los principios éticos más humanos que deben estar presentes en el ordenamiento jurídico y que una mayoría eventual pudiera violarlos, en una democracia éstos son salvaguardados, pues el primer principio político, del cual los restantes derivan, es que en una democracia el gobierno es para el pueblo, incluyendo mayorías y minorías.

El ideal de institucionalización democrática es que el régimen político siga funcionando con eficiencia independientemente de quién en particular llegue a ejercer la representación popular. En cualquier caso, para establecer un régimen democrático es necesario que el ordenamiento jurídico suprima los privilegios de clase, pues es claro que los privilegios no son sólo antidemocráticos, sino que también atentan contra los derechos de los demás. Es claro que no todos aceptan la democracia como un régimen político deseable. Desde luego, es difícil que las clases privilegiadas la deseen.

Pero hay razones más de peso para cuestionar la democracia. En la historia Heráclito fue la primera persona en plantear el problema que opone un gobierno racional con el gobierno de la mayoría, es decir, entre una aristocracia y una democracia, o entre el gobierno de los sabios y excelsos y el gobierno del número, en fin, entre el gobierno de la razón y el de la fuerza. Este problema, que admite que el gobierno debe ser efectuado por el bien del pueblo, pero que recela de la sabiduría del pueblo para gobernarse a sí mismo y desconfía, al mismo tiempo, de la intención de un tercero para gobernar según los intereses del pueblo, ha tenido sólo en los últimos tiempos solución en la democracia representativa moderna. Si la solución demoró y surgió tras largas luchas políticas, fue entre otras cosas por la opinión de Platón, expresada por boca de Trasímaco, uno de los personajes de La República, que afirmaba que los mejores son los más sabios y que los mejores y más sabios deben gobernar y poseer más que los de menor mérito.

En contra del platonismo, del cual derivan todas las ideologías autoritarias, la solución adoptada por la democracia es simple y reconoce una distinción entre las funciones de gobernar y de administrar. Los gobernantes son los representantes directos de los gobernados, son fieles a sus intereses y gobiernan dictando políticas que persiguen salvaguardar y enfatizar dichos intereses. En cambio, los ejecutores de dichas políticas, los administradores, tienen una condición de conocimiento más técnico, es decir, en palabras de Platón serían los sabios. Lo específico de una democracia moderna es que en el gobierno los administradores dependen del gobernante, siendo fiscalizados por éste y siéndole responsables, y deben actuar según los objetivos políticos del gobernante según el dictamen de la mayoría.

Sin embargo, el problema expuesto por Heráclito y Platón, sobre que un gobierno racional de los mejores es contrario a la democracia, subsiste en nuestros días. Los problemas principales que enfrenta la democracia para un buen gobierno son que los individuos argumentan más con los sentimientos y emociones que con razones objetivas, y que la imagen de los representantes del pueblo puede crearse publicitariamente para adecuarse al deseo de los electores, ocultando la integridad moral, la capacidad intelectual, la dedicación y responsabilidad efectiva del candidato.


Representatividad y división de poderes


Sin pretender ser exhaustivo ni estar guiado por un cierto orden, me ocuparé de seguir anotando una cantidad de condiciones y principios, relativas a subestructuras del sistema, que son importantes para el funcionamiento de una democracia. Tanto la estabilidad como el funcionamiento de una democracia se sitúan en la actitud democrática de al menos un grupo importante de ciudadanos. Estos deben desear como fin principal, a modo de valor ético firmemente establecido en el ámbito de principio social, el bien común y el respeto inapelable de los derechos ajenos, aunque con ello se limiten las posibilidades propias. También ellos deben renunciar a su mayor poder económico relativo para hacer valer sus puntos de vista. Así, pues, si bien la dosis de este tipo de valor es la fortaleza de una democracia, la carencia es su debilidad, a pesar de todas las instituciones formalmente democráticas que pudieran establecerse y de toda una elaborada legislación. Es inútil querer implantar una democracia en pueblos que tienen costumbres y culturas que no reconocen la supremacía de la persona sobre la estructura política, cualquiera que ésta sea.

La estabilidad de una democracia radica en gran medida en una relativa homogeneidad de los ciudadanos y en un cierto desarrollo económico mínimo; por ejemplo, una democracia no germina bien cuando la mayoría es analfabeta o predomina una cultura tribal. También es virtualmente imposible su funcionamiento real cuando existen fuertes diferencias económicas entre los individuos. Pero la causa de esta dificultad no proviene necesariamente de que estas diferencias sean significativas, sino que del gran poder a causa de las riquezas que confiere a quienes las poseen, haciéndolos políticamente privilegiados, frente a aquel débil poder de los que nada tienen. Queda como tarea futura encontrar algún modo para que las diferencias económicas no desequilibren la natural igualdad política que se espera entre los individuos.

En una democracia directa el poder individual se manifiesta en la asamblea donde se determina el bien común. Para que la voluntad de cada individuo pueda allí expresarse libremente, su voto no debe ser por aclamación, sino que debe poder ser expresado directamente por cada asistente. Cuando la presión de una minoría bulliciosa y militante amenaza forzar la inclinación de los asistentes, el voto puede ser secreto para asegurar la libertad del votante. Cuando el cuerpo político supera el número de habitantes de una aldea, la votación directa se vuelve impracticable y la democracia adopta la forma representativa, con manifiestos espacios de participación ciudadana.

En una democracia directa el voto individual no sirve para resaltar el interés individual propio, sino que para decidir sobre materias que interesan a la colectividad y la alternativa más votada gana. En una democracia representativa el voto sirve para elegir a los representantes que tendrán las funciones de gobernar, legislar y juzgar. No todos los electores llegarán a tener sus representantes. La mayoría de los candidatos se perderán en las elecciones, resultando electos los más votados. Además, no siempre la voluntad del representante se realizará, sino que la alternativa más votada. 

El problema práctico que enfrenta una democracia representativa es cómo encarnar en el Estado los intereses de la sociedad civil. Es la representatividad real lo que genera la legitimidad del Estado. Sin duda, el problema se hace más complejo si se considera que en la sociedad civil existe no sólo una variedad de intereses, sino que también intereses contrapuestos, y muchas veces estos intereses contrapuestos admiten el consenso a costa de renunciar a parte de lo deseado.

Si la voluntad del elector en una democracia representativa se manifiesta en la elección de un representante que interprete lo más fielmente posible la voluntad ciudadana del electorado, incluso tal voluntad tiene limitaciones formales. De la misma manera como una acción que atente contra su propia vida es inmoral, también una intención o voluntad que atente contra los principios democráticos sale fuera del derecho ciudadano. Así, la voluntad de un elector de elegir un tirano es ilegítima desde la perspectiva de la democracia y ésta podría sancionar tal conducta.

Está claro que un representante es responsable ante sus electores, quien debe representar ante las instancias políticas pertinentes el interés de éstos. La pregunta es si los electores son también responsables en cuanto elector. Formalmente, en la democracia representativa individualista cada elector es sólo responsable ante sí mismo, siendo de su conveniencia que su representante actúe en la prosecución de su propio interés. Pero en la compleja realidad de cada persona lo que tiene una gran relevancia son sus vinculaciones con los demás en distintas escalas y planos. Una persona es responsable ante los demás en cualquier acción que emprenda, pues no sólo se afecta a sí misma, sino que su acción tiene efectos sobre los demás. La acción de votar lo hace también responsable ante los demás, sobre todo cuando su voto puede determinar el curso de la sociedad civil. En consecuencia, la sociedad civil puede poner límites a la acción de una persona en una elección. En general, existe consenso que los niños no deben votar porque aún no tienen un criterio formado. Pero pueden existir instancias en que a una persona se le puede limitar su derecho a votar, como para la opción de poner término al régimen democrático. También la sociedad civil puede impugnar ciertas prácticas: propaganda exagerada, uso de medios psicológicos, tergiversación, no presentar un programa coherente, entre otros.

En suma, en una perspectiva extremadamente individualista el representante se considera que debe representar fielmente los intereses individuales del representado. Sin embargo, esta concepción no toma en cuenta que el individuo representado no es una isla, siendo principalmente una parte de un todo que es la sociedad civil, la que se caracteriza porque en ella existen intereses comunes que afectan a toda la colectividad. En esta segunda perspectiva, más social, el representante no representa intereses individuales, sino que principios y programas políticos que tienen que ver con el interés común. En consecuencia, un elector no está eligiendo a quien pueda mejor representar sus intereses individuales, sino que elige a un representante por los principios y programas políticos que estima que mejor pueden beneficiar a la sociedad de la que forma parte.

En una democracia representativa las distintas corrientes de opinión y de intereses individuales se organizan en partidos políticos, de manera que éstos llegan a expresar los principio y programas políticos que estos individuos así organizados llegan a concebir y de las corrientes de opinión que manifiestan. El modo que tienen los partidos políticos, en tanto corrientes de opinión, para hacer valerlas es proponiendo aquellos candidatos que mejor las encarnen. Las organizaciones políticas con mayor número imponen la acción política en razón de su mayor poder relativo y no porque supuestamente son mejores.

El peligro que enfrenta un sistema representativo en base a partidos políticos es que éstos pueden llegar a ser tan poderosos que llegan a imponer los candidatos en las listas, siendo la elección un simple trámite formal. La consecuencia es que la democracia deja de ser legítima y la república deja de tener validez. La clase política se feudaliza y los ciudadanos, que son la inmensa mayoría del país, pasan al estado llano, sin detentar poder alguno. En sistemas autoritarios o poco democráticos por la existencia de poderes de hecho, como gobernantes o parlamentarios vitalicios que ni siquiera el pueblo los ha designados, la democracia comunal o municipal es un pobre sustituto, pareciendo más bien a un sistema corporativista.

Las autoridades elegidas no son enviadas divinas ni poseen ciencia infusa para determinar el curso de la acción política, como algunos con mentalidad autoritaria suponen, sino que se deben a los ciudadanos organizados en partidos que las eligió y ante la cual son en primer término responsables. De este modo, las autoridades elegidas ejercen el poder político en representación de la voluntad de quienes lo eligieron. Como contrapartida, los representados pueden ejercer controles fiscalizadores eficaces sobre sus representantes, no debiendo limitarse a no reelegir a aquella autoridad que no ha desempeñado su tarea como fue su compromiso.

Esta responsabilidad cívica y política ha mostrado garantizar adecuadamente la libertad, el respeto, la tolerancia, la justicia y la paz interna. El equilibrio de la fuerza en manos de los individuos es más efectivo que su concentración en manos de un grupo o de una persona para conseguir el respeto de los derechos humanos y el bien común. El racionalismo observa con espanto que las decisiones políticas surjan de negociaciones consensuales provenientes de los más variados intereses y no de mentes sabias, como pretendió que fueran los “déspotas ilustrados” dieciochescos. Pero una democracia no logra funcionar del todo cuando se imponen ideologías autoritarias que pretenden saber lo que es mejor para los individuos, recelando al mismo tiempo sobre su capacidad para determinar lo que les conviene.

La base práctica del poder político en una democracia moderna es la representatividad. Por muy humanitarias que sean las finalidades que los gobernantes se propongan, cuando el poder político queda en manos de grupos de poder autónomos (burocracias, partidocracias, tecnocracias, estratocracias, plutocracias, teocracias, déspotas ilustrados, etc.), o de quienes pretenden ser los mejores o los más sabios, o de quienes piensan que actúan por el bien de la ciudadanía como si fuera su obligación moral, o de quienes dicen representar los símbolos de la nación eterna, que es generalmente el caso de los militares que suponen que su juramento a la bandera los coloca por encima de los civiles, los abusos, arbitrariedades, corrupción y atropellos son el resultado habitual. La buena intención o la excelencia no son sustitutas de equilibrio de fuerza ni de concertación.

El poder tiende no sólo a corromper al gobernante, sino a producirle locura. Muchos individuos pierden la cordura cuando adquieren poder, llegando a creerse omnipotentes y sabios. Las virtudes y los defectos humanos se manifiestan en toda su grandeza o en toda su miseria cuando un individuo tiene poder, como si éste amplificara sus fortalezas y debilidades. El poder es ansiado tanto para ser aceptado y como para servirse de él. Quien lo detenta tiende a sentirse indispensable, a pensar que su acción es genial, a suponerse merecedor de todo honor y gloria, a creerse designado por la Historia o por el mismo Dios, a presumir que posee una misión que trasciende lo contingente. La soberbia muchas veces ciega al poderoso.

Por otra parte, los gobernados tienden a magnificar al gobernante del mismo modo como un club de fanáticos lo hace con su cantante favorito. La plebe tiende a ser maravillada y, por tanto, engatusada. Existe una necesidad psicológica de los gobernados a aclamar a los líderes y entregarles el poder sin reservas. Pertenece a una actitud infantil que necesita proyectar en el gobernante la imagen de padre protector y proveedor. La locura arrastra multitudes, y una persona más sensata y cuerda difícilmente tiene el carisma que las pueda llegar a entusiasmar. Así, pues, la democracia no es jamás construida por multitudes insensatas, sino que por una mayoría de ciudadanos muy cuerdos y sensatos, y la condición para mantener este sistema de gobierno es que el grueso de los ciudadanos sea responsable y esté muy consciente de lo que está en juego. La democracia es un asunto de personas responsables, instruidas e inteligentes, y no de pobladas.

Contra estas perversas tendencias psicológicas que habitualmente se manifiestan tanto en los representantes como en los representados, la representatividad republicana es un método muy sano para asegurar un régimen democrático. La representatividad rompe con la tendencia antropológica del líder de terminar por suponerse superdotado e imprescindible, adoptando actitudes despóticas y autocráticas mientras se rodea de lujo y pompa. También rompe con la tendencia también psicológica de los gobernados de acatar crédula e ilusamente la autoridad del líder, pues ella les exige justamente una actitud críticamente activa y vigilante. 

La sociedad civil debería encontrar un método más efectivo para fiscalizar la acción de sus representantes. El gobernante, al estar frente a los ojos de todos, le es difícil ocultar la intención detrás de su acción. Pero no ocurre lo mismo con algún oscuro legislador o juez. Para estos servidores públicos los portales del Internet deberían resumir y analizar objetivamente, según reglas aceptadas, la actividad de ministros, legisladores y jueces, y entregar asimismo el currículo personal de su vida política sobre qué propuso, qué votó, qué omitió, etc. de cada uno de ellos. Así la ciudadanía tendría herramientas para evaluar el desempeño de cada servidor, fiscalizar, criticar y determinar si estaría apto para ser reelecto o no.

En el sistema republicano existen dos limitaciones al ejercicio del poder político. Primero, es temporal y dura un limitado periodo de años. Segundo, está contrarrestado por el sistema de poderes y contrapesos (checks and balances). Adicionalmente, en el sistema democrático el gobernante no es el padre, sino que es un representante que está mandatado mediante el voto popular y mayoritario para ejercer la voluntad de sus electores. Recíprocamente, al elector, o ciudadano, se le exige responsabilidad y vigilancia.

El enorme poder que el Estado representa no puede llegar a concentrarse en las manos de un individuo o un grupo político, pues el peligro inmediato es que se termine con la democracia. La práctica política ha seguido las ideas de Locke y Montesquieu de separar el poder en instituciones independientes entre sí según las principales funciones del Estado: ejecutiva, legislativa y judicial, con el objeto de establecer un equilibrio de poderes y contrapesos. El propósito de esta división de poderes es evitar la concentración incontestable del poder político, el cual tendería naturalmente a limitar aún más la libertad individual por la latente arbitrariedad y no representatividad del ejercicio del poder.

Además, a estas tres instituciones se han incorporado instituciones relativamente autónomas con el objeto de mediar en los conflictos que pueden suscitarse entre las primeras y entre éstas y el pueblo. De este modo se han ido estructurando instituciones estatales que velan para que las leyes que se promulgan estén acordes con la Constitución del Estado, que despolitizan el nombramiento de los miembros del poder judicial, que fiscalizan las acciones administrativas de los funcionarios del Estado, que protegen los derechos de los ciudadanos ante posibles atropellos de instituciones y funcionarios estatales, que garantizan la transparencia del accionar del Estado y de las elecciones, que independizan el volumen monetario del manipuleo gubernamental. La multifuncionalidad del Estado democrático moderno no sólo se refleja en la división de poderes, sino también en las de los distintos ministerios o secretarías de gobierno que tiene el poder ejecutivo.

No obstante lo anterior, ocurre que las burocracias y tecnocracias que se entronizan en las instituciones públicas suelen escapar del control ciudadano, y en su locura, soberbia, ignorancia o pasión insensata pueden producir políticas aberrantes o simplemente inoperantes. Para avanzar un paso más allá de Montesquieu, quizás se podría pensar en rescatar la venerada institución del “consejo de ancianos” de los antiguos reinos y tribus. Estos consejos estarían lejos de ser burocráticos, sino que más bien comprenderían las personas más ilustradas y reconocidas de la nación por su reconocida experiencia, probidad y sabiduría en determinadas materias que convienen al interés público, como educación, urbanismo y obras públicas, defensa, seguridad ciudadana, etc. Estos consejos, que deben responder a los intereses permanentes o de largo plazo de una nación, tendrían por función orientar y aconsejar tanto al gobierno como a legisladores y constituir la voz de lo antropológicamente conveniente. 

El mecanismo de representatividad no es solamente el sufragio universal. Es imprescindible que el voto exprese opciones reales, y no únicamente las ficciones, los mitos o los intereses particulares que mantienen a grupos políticos en competencia por el poder. Los partidos políticos pueden llegar a forzar con ideologías un aspecto de la realidad, impidiendo la expresión de las necesidades reales de los individuos. También ocurre que los partidos políticos pueden llegar a estructurarse como clase política, desvinculada de la soberanía popular, y se adueñen del aparato estatal para el propio beneficio, manipulando la formalidad de la representación ciudadana a su antojo. En consecuencia, para que el mecanismo de la representatividad real funcione bien se requieren tres condiciones: primero, que el candidato sea el representante directo de los electores y responsable ante ellos; segundo, que la gama de posibilidades políticas tenga amplitud, y tercero, que la ciudadanía no sólo esté debidamente informada, sino que activamente vigile a su representante.

En este sentido, una democracia requiere, además de alfabetización universal, disponer de medios independientes de comunicación y de canales confiables de expresión política que representen intereses reales de los individuos, y no necesariamente los de sus propietarios o grupos de poder. Sucede, sin embargo, que justamente los medios de comunicación pertenecen predominantemente a grupos económicos que defienden precisamente los intereses de clase. En nuestro mundo el mercadeo se ha desarrollado hasta constituir una tecnología del convencimiento y de la persuasión hasta transformar los criterios más decididos y determinados, lo que constituye un problema que requiere solución si entre los objetivos propuestos por el Estado se encuentra la justicia social y la diversidad de visiones culturales e intelectuales.

Una democracia funcionaría muy mal si los electores fueran irresponsables e ignorantes en materias políticas. Naturalmente, los candidatos podrían prometer maravillas para ser elegidos y jamás cumplirlas cuando obtienen el cargo. Peor aún sería si además de promesas, los representantes pueden disponer de cargos públicos que debieran ser inamovibles y ocupados por funcionarios competentes, seleccionados únicamente por mérito. La corrupción ingresa a la estructura política con el cheque en blanco que otorga tanto poder de manipular al electorado.

La existencia del voto popular no es el fundamento de la legitimidad de la democracia. Previamente, ésta supone el libre consentimiento de los individuos, pues la democracia es el gobierno del pueblo. La institucionalidad democrática no puede depender únicamente del voto popular, pues éste es esencialmente precario, sobre todo considerando que éste puede ser manipulado por la publicidad electoral y que fuerzas antidemocráticas pueden terciar en producir mayorías circunstanciales, como movimientos religiosos o xenófobos de tendencias políticas.

Para finalizar, no debemos olvidar que la democracia moderna es el fruto de la Ilustración, que fue la época de Locke, Rousseau, Montesquieu y tantos ilustres pensadores más. Fue necesario que llegara Freud para derribar al ser humano de su pedestal racional. Ya vimos que el individualismo propio de esa época, y que sigue rampante en nuestros días de neoliberalismo, tergiversó la idea de bien común solidario con la del bien del promedio de los intereses individuales y egocéntricos de cada individuo. Debemos saber además que las personas que constituyen la sociedad civil comparten sentimientos y emociones difícilmente conceptualizables que puedan ser sometidos a la racionalidad y que son mezclas de temores, ansiedades, frustraciones, sentimientos de soledad y abandono. Los expertos en creación de imagen, que asesoran tanto a candidatos como a representantes populares electos, han llegado a dominar estos conocimientos que son puestos al servicio de sus clientes para manipular la voluntad de la ciudadanía a través de los medios de comunicación como una moderna forma de demagogia. Una democracia verdaderamente funcional debe estar consciente de sus debilidades y combatir todo aquello que opaque la expresión más libre de las personas, las que también tienen sentimientos.



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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo ha sido extraído del Libro IX, La forja del pueblo (ref. http://www.forjapueblo.blogspot.com/), Capítulo 5. La democracia.